Serían alrededor de las diez o las once de la noche. Aparcamos la furgoneta donde la interminable carretera de grava se interrumpía para convertirse en un caminillo apto sólo para vehículos cuatro por cuatro. En la oscuridad de una noche tranquila, diez kilómetros nos separaban del refugio donde íbamos a pasar esa primera noche. Bajo una ténue luz de luna, sacamos las bicis de la furgo y nos cargamos las mochilas a la espalda. Comenzaba oficialmente la misión.
La humedad era brutal y los frontales no eran suficientes para evitar caer de la bici un número considerable de veces. Ahora lo recuerdo con una sonrisa, pero probablemente no fue tan divertido en ese momento. Cruzamos cuatro o cinco arroyos antes de llegar extenuados y empapados al refugio. Todo el mundo dormía, era media noche. Intentando no hacer mucho ruido, nos metimos en los sacos de dormir e intentamos robarle a los nervios unas horas de sueño.
De camino al collado de Bevan a lo largo del valle de Matukituki
A la mañana siguiente, no demasiado descansados pero con una sonrisa en la cara, desayunamos a eso de las siete y tras una pequeña bronca con la guarda del refugio, dejamos atrás nuestras bicis y emprendimos el camino. Durante dos o tres horas caminamos a lo largo del ancho valle de Matukituki, siguiendo un camino que alternaba bosque y prado a partes iguales. Al final del valle, una serie de cascadas indicaban el final del paseo y el inicio del desnivel. Rodeamos por la izquierda una de las cascadas y seguimos el curso del arroyo a lo largo de la orilla este. Conseguimos encontrar el camino para llegar a la parte superior del arroyo, confirmando que de ninguna manera eso era terreno para negociar bajo la lluvia o en la oscuridad. Encontramos a lo largo de esas placas de grauvaca dos o tres pares de parabolts para rapelar. A lo mejor a la vuelta nos vendrían de perlas.
Sam en las temibles placas de camino al glaciar. Esto mojado tiene que ser una fiesta…
Nos despistamos un poco al relajarnos después de las placas del arroyo e hicimos una visita no planeada al collado de Hector. Perdimos unos veinte minutos con ese rodeo transitorio, pero pronto estábamos encordados en el glaciar de Bonar. Recorrer ese terreno tan llano es un descanso después de tanta pendiente, y tras una parada en boxes para ponerse los crampones, estábamos en el refugio de Colin Todd en un tiempo mucho menor del que habíamos planeado.
Conocimos a otra pareja en el refugio, dos kiwis de Christchurch, uno de ellos sobrino del mismísimo Colin Todd (el nombre del refugio era en honor de su tío!). Los cuatro esperamos pacientemente a la llamada por radio para la predicción meteorológica. Tomamos un té y nos gozamos el sol en un sitio tan maravilloso como ese hasta el atardecer.
De relax en el refugio de Colin Todd, el monte Aspiring al fondo (foto de Sam)
A las siete y media de la tarde, recién acabada la cena, llamaban por radio para informarnos de las heavy rains del domingo. Iba a caer la de Dios. Eran malas noticias. El plan de «día 1: aproximación; día 2: cumbre; día 3: regreso» se había terminado de desintegrar en esa llamada por radio. Había que tomar una decisión. Hablamos con la otra pareja de alpinistas. Ellos querían apretar y hacer cumbre al día siguiente y salir echando leches de ahí el mismo día. Era un plan muy loker, pero era algo que ya habíamos considerado. Claro, no es lo mismo hacer un plan loker en tu casa para el siguiente finde que hacer un plan loker para la mañana siguiente… Hablé con Sam. Necesitábamos pasar las placas del arroyo bajo la luz del día o las cosas corrían el riesgo de complicarse. ¿Margen de tiempo? Poco, pero intentarlo teníamos que intentarlo.
Si empezamos la trepada a las cinco de la mañana, podemos estar a la luz del alba en la parte complicada de la vía (a medio camino) y hacer cumbre pronto. Volver al refugio, comer rapidito y salir volados de vuelta. Para que eso salga, no podemos equivocarnos en la cresta. No hay tiempo para corregir el camino.
Decidimos que, estuviésemos donde estuviésemos, a las once de la mañana nos dábamos la vuelta.
Casi retomando la cresta despues de rodear el gigantesco saliente (foto de Sam)
Por segunda noche consecutiva, dormí como el culo. Los nervios. Recuerdo que en algún momento conseguí convencerme de que no lo íbamos a conseguir, y que tampoco era eso tan grave. Pero en cuanto nos enchufamos el desayuno (gracias Dios por el café) y empezamos a trepar la pendiente de nieve dura, todo cambió de color. Por segunda vez este año estaba en ese mundo surrealista en el que la oscuridad te rodea; el frontal proyecta esa mancha difusa redondeada en la nieve. El silencio lo interrumpe la dura nieve crujiendo bajo los crampones, a un ritmo pausado pero continuo. Cada tanto, paras para recuperar el aliento, y entonces el crujido es el de tu compañero que te alcanza en la pendiente, se para, y respira. La sensación de aislamiento es genial. Ni doctorado, ni hostias. Sólo la pendiente de nieve que sigue elevándose frente a tí.
Echo polvo a 3.033 metros en la cumbre
En media hora estábamos sobre la cresta rocosa. Crampones y piolets a la mochila, y a corretear rodeando gigantes bloques de grauvaca intentando adivinar el camino en la oscuridad. A pesar de que salimos del refugio algo más tarde, alcanzamos a la otra pareja cuando estaban encordándose para un largo. Ellos mismos confesaron que era innecesario encordarse, pero la oscuridad no les había permitido ver bien el terreno. Cuando la luz del alba nos permitió apagar los frontales, estábamos delante de una pared vertical, saliente imponente que hay que rodear por el lado norte. Supuestamente, la parte complicada de la vía.
Nos separamos de la otra pareja y tomamos una serie de salientes en la roca hasta recuperar la cresta de nuevo. Un par de pasos muy expuestos, pero nada técnicamente complejo. No necesitamos encordarnos y gracias a eso a las nueve de la mañana estábamos en la cumbre. Un par de fotos y para abajo.
De vuelta al refugio, maravilla de vía
Volvimos por el mismo sistema de cornisas, y eso nos retrasó un poco (la otra pareja nos comentó que habían encontrado una vía mucho mas fácil), pero a las doce de la mañana estábamos comiendo salami con queso en el refugio. Sam sacó una pequeña botella de whisky, puso un culito a cada uno y los cuatro brindamos por Colin Todd y por la cumbre. Mochilas a la espalda y de cabeza al glaciar.
El camino de vuelta no fue perfecto, pero la compañía de la otra pareja amenizó mucho el trayecto. Hicimos un par de rapeles cortos en las placas malditas y llegamos al refugio donde teníamos las bicis a eso de las diez de la noche, con las piernas completamente molidas y empapados de arriba a abajo. Sam y yo, después de media hora de descanso, cogimos las bicis y pedaleamos a la oscuridad esos últimos 10 km hasta la furgoneta. Tras 48 horas estábamos otra vez en el lugar de partida. Gracias al palizón de 19 horas de caminata no fue difícil dormir en párking.
Misión cumplida.
En rojo, la parte que cubrimos en bici. En azul, lo que andamos hasta el segundo refugio. En verde la trepada hasta la cumbre.